Aquí estoy, sumergido en un buffet de la terminal T4s de Barajas haciendo tiempo, observando a la multitud como quien no tiene nada mejor que hacer un lunes a las siete de la tarde. Me camuflo tras mi ordenador y, junto a la intimidad de una esquina poco iluminada, imagino que soy un detective privado. Entre mis manos una tila doble: me aguardan trece horas de vuelo transoceánico y necesito bajar revoluciones. La infusión que me sirvo pasa desapercibida entre el cava y la pasta con tomate de caserío que aquí se ofertan. Analizo la situación como lo hacía Poirot en el Orient Express, al acecho de algo inusual que corrompa la rutina de los incorruptibles lugares de tránsito. En los aeropuertos la gente no solo come para llenar un espacio en el estómago sino para ocupar espacios dentro del propio tiempo. Con la vista puesta sobre las capitales mundiales que muestran los tantos monitores que se reparten entre largos pasillos, hay quienes intercambian bocados por segundos. Aquí se come mientras se espera; y se espera mientras se come.
Pasa un caballero delante. Curioso, rondará los 55 años, aunque a primera vista aparenta diez más. A juzgar por la portada azúl oscuro de su pasaporte, deduzco que es británico. Muestra clara devoción por el gazpacho andaluz situado al fondo de la sala, pues no ha parado de pulsar la palanquita que dispensa aquel maná de tomate desde que ha entrado. Consumido en Madrid y orinado en São Paulo o Singapur, algo perturbador, pienso mientras me doy cuenta de que se me ha quedado fría la tila. Igualmente me la bebo, en dos sorbos. No es una experiencia sensorial lo que busco sino sus efectos somníferos, que además estoy de servicio de observador privado. Me levanto a rellenar la taza y aprovecho para indagar en las diferentes delicias que aquel genuino buffet ofrece a sus clientes: Escabeche de leguminosas y pollo, alubias blancas con ch(tx)istorra y bacalao, estofado de ternera, arroz salteado con guiso de sepia en su tinta… Por supuesto todo casero, de toda la vida. Que no me quiero imaginar el séquito de abuelas que debe tener la T4s en sus sótanos, alineadas estilo Ford boleando croquetas de jamón al compás de unos tambores de guerra. Insisto, la gente sigue esperando y como esperan pues comen. Esta vez, ya con la tila en su punto de temperatura, me percato de la presencia de un niño que no superará los diez años de edad. Sobre un plato de un diámetro relativamente pequeño construye una solemne torre a base de rosquillas, de la abuela claro, croissants y donuts de chocolate. Contempla su obra y tras una mirada de aprobación de sus progenitores comienza a engullir su ya fugaz architectura. Sucede en los aeropuertos, que en ocasiones se gesta una especie de limbo atemporal en el que lo que se consideraría abuso fuera de sus paredes se nos antoja necesario cuando lo único que podemos hacer es transitar y por supuesto comer, tragar tiempo. Masticar las horas sin sentido como un chicle que ya no sabe a nada.
Por lo demás, en orden. Los atentos trabajadores marchan por la sala retirando platos vacíos de las mesas a toda velocidad. Estas se ocupan, se desocupan y entre tanto desde la ventana despegan aviones que no se muy bien porqué me generan cierta nostalgia. La tila empieza a surtir su efecto y cada vez me siento menos extranjero en esta terminal. Aunque de repente me percato de algo que me estremece por dentro: la disposición de las mesas. Son redondas o rectangulares pero todas y cada una de ellas tienen forma de mesa, y cumplen su función. Elemental, querido Watson. Sonrío y asomo la frente al exterior del restaurante: hileras de sillas dispuestas de forma paralela. Nunca me había percatado de que en los aeropuertos, como en las estaciones de tren, los asientos no están diseñados para que crucemos miradas entre los que padecemos la espera, casi lo contrario. Solo en los sitios donde se come y, en el sentido literal de la palabra, el sistema nos regala un ápice de humanidad. Me recuesto en la silla satisfecho y sin tila en la taza. Nada mejor que un caso de aeropuerto para pasar el rato. Clico en el costado izquierdo de mi teléfono móvil y me percato de que se me hace tarde. ¡Las nueve y veinte! Embarco en diez minutos y yo aquí jugando a los inspectores. Me levanto y abono lo que me corresponde, seis con cincuenta, el precio que cuesta en un aeropuerto sentirse un poco más humano (o menos inhumano). Abandono el local y camino hacia la puerta de embarque dejando atrás escaparates frigorificos llenos de segundos, minutos y horas con forma de wraps de jamón, muffins de chocolate o spagettis al pesto. Lo confieso, detesto los aeropuertos y la metamorfosis que aquí sufre la comida para convertirse en pasatiempo. Aquí no somos ni víctimas ni verdugos, solo paseantes de un sistema que se empeña en quitar valor a algo tan íntimo, tan intrínsecamente humano como es el comer sabiendo que se come. Bajo los adoquines de la terminal no creo que haya playa, pero en mi mochila guardo un tupper de garbanzos que pienso saborear con alevosía, no se me ocurre una mejor forma de revelarme.