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Comer o no comer

Diarios del hambre emocional. Capítulo M&M’s

Fotografía: Claudia Polo

Abrir una bolsa de M&M’s es jugar. Es llenarme las manos de azul, rojo, verde, amarillo y naranja, pero sobre todo es llenarme la boca de bolitas de chocolate recubiertas de azúcar que de paso me pintan la lengua y me conectan con todo lo que me divierte desde que tengo memoria. 

Para variar, hoy tengo una bolsa en la mano. Puede que sea la cuarta de la semana si es jueves. En la mochila, en el bolsillo pequeño, donde guardo los tampones y los kleenex, tengo unas tortitas de maíz con sabor a yogurt de cuya etiqueta he revisado todos los ingredientes. He leído en Instagram que hay procesados que son buenos. Yo por nada del mundo quiero estar en “Matrix”. ¿Es cierto que los alimentos son “buenos” o “malos”?

Llego a casa. Es viernes. Abro el bolsillo grande de la mochila y saco el ordenador, le quito la funda. Después el estuche, el paraguas y la agenda. Procedo a vaciar el bolsillo pequeño y el paquete de tortitas sigue ahí, como lo lleva haciendo toda la semana. Una ráfaga de imágenes me invade el pensamiento: soy yo comiendo M&M’s cada día con una ropa distinta, de lunes a viernes. Agito la cabeza y me voy a la cocina a hacerme la cena, despreocupada, pero con una sensación de culpa latente. Abro la nevera y sin darme cuenta todo lo que aparece en mi diálogo interno son justificaciones y formas de compensación. En mi cabeza: “Mejor cena flojito y no tomes nada de hidratos, ya has escuchado hace un rato que la dieta para no engordar se basa en quitarlos completamente”. “Si cenas mucho hoy vas a engordar y ya sabemos lo que pasa cuando estás gorda » “Incluso, si te puedes aguantar, casi mejor no cenar. Si total, reservas tendrás, ¿no? Ya te has comido esos M&M’s.” Conviven conmigo de forma latente creencias y pensamientos intrusivos basados en lo que he aprendido sobre el cuerpo y la comida. Aparecen para anticiparse cuando como y marcan mi diálogo interno desde la culpa y la compensación.

Me siento en la mesa. Rodeo con las manos un bol de caldo caliente con apenas dos fideos  —ya hemos aprendido que los hidratos por la noche hay que evitarlos. Somos tres para cenar: mis amigas con las que vivo desde hace tiempo y yo. Ojeo lo que hay en cada plato —mucho más y mejor que lo que hay en el mío, por lo visto— y les cuento, sin mucho detalle, que el día ha ido bien. Friego los platos con una sensación que no distingo pero percibo desagradable y me voy a dormir. 

El cuerpo me pesa, la espalda está tensa y esa noche tengo pesadillas. Las mismas pesadillas de siempre. Al día siguiente mi cuerpo me pide chocolate, pero es fin de semana, así que me lo permito. Estoy en un momento complicado, mi cuerpo está agotado y agitado por la ansiedad. Me pide dulce para sentir placer o alivio. Aun así, convivo con reglas rígidas y estrictas. Sólo me permito comer dulce o “pecar” el fin de semana.

Me paso alrededor de este juego dinámico durante aproximadamente cuatro años.

Cómo controlar el hambre emocional” “Qué es el hambre emocional y cómo frenarlo” “Hambre emocional o hambre real: test” “Cómo ganarle la batalla al hambre emocional” “Consecuencias de comer por ansiedad” y un largo etcétera llenan mi historial de búsquedas de Google mientras leo y escucho sin parar sobre TCA en clase.

Por casualidad, un día me encuentro en un post las palabras “alimentación” e “intuitiva” escritas una seguida de la otra. En el mismo párrafo aparecen también otras: “permiso”, “cuidado”, “respeto”, “disfrute”, “escucha”, “perdón”.

Es a partir de ahí, en ese punto, en el que empiezo poco a poco a comprender que a veces hacer caso a esa señal de hambre -sea emocional o no-, no es sinónimo de estar cometiendo un acto satánico contra mi cuerpo, sino de estar escuchándolo. 

Ahora ese juego antiguo a veces merodea por mi pensamiento como un satélite contra el que lucho por no dejar que vuelva a posarse.

Voy en autobús de camino a una cafetería para desayunar con una de mis mejores amigas y escucho, sin poder evitarlo, una conversación en el asiento de delante. Un chico dice por sentencia: “en realidad toda la relación con la comida es emocional”. 

Inmediatamente me pregunto: ¿Lo es?

¿Existe el comer única y exclusivamente por nutrirnos? ¿El hambre emocional existe? Y si existe, ¿qué es lo que hemos entendido?

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