Tengo sentimientos encontrados con lo que llamamos alta cocina. Por un lado, me considero crítico con ésta, con la farándula inherente en ella, con el sistema social que refleja y la homogeneidad de discursos que viene produciendo. Por otro lado, no he dejado nunca de fantasear con ponerme en los zapatos de Ducasse por un día; me encantaría haber nacido 50 años atrás cerca de Burdeos y que mi trabajo estuviera registrado en algún libro de Robert Laffont, editado por Claude Lebey. La contradicción me lleva a desentrañar la cuestión o al menos a intentarlo, yendo hasta los inicios de la Alta Cocina, en mayúsculas.
Lo primero sería preguntarnos de dónde viene la Alta Cocina, sabiendo que ayudaría al análisis que exista un contrapunto. No le llamaremos «Baja Cocina», como suelen hacer algunos, porque me parece burdo y hasta desconsiderado con la propia palabra cocina, pero reconoceremos al menos que se trata de su contraparte, aunque la línea que marca la frontera entre ambos mundos no esté nunca demasiado clara. Allí está el problema, la polarización.
Se habla de alta y de baja cocina pero sin definir lo que está entre medio y creo que es justo esa neblina difusa la que nos puede interesar.
Os voy a contar una historia. Los seres humanos llevábamos siglos siendo nómadas y viviendo en comunidades más o menos igualitarias, de pocos individuos. En un momento determinado hace unas decenas de miles de años, dejamos de movernos y nos volvemos sedentarios debido a varios factores pero, sobre todo, por causa de un importante cambio ecológico. Abandonamos la última glaciación, y donde antes había tundra y estepa irrumpen grandes bosques y pasajes desafiantes frente a los cuales nuestros métodos de caza resultaban ser cada vez menos eficientes. Descubrimos, a su vez, que manadas de animales como ciervos bisontes se desplazaban en ciclos buscando alimentos que cada temporada aparecían en la misma fecha y en el mismo lugar. Empezamos a ser capaces de entender ciertos ciclos vitales del reino vegetal y sobre todo de controlarlos, para alimentarnos según nuestras necesidades o antojos consolidándose a grandes rasgos el modelo de sociedad sedentaria que somos.
Si habéis hecho tantas mudanzas como yo lo entenderéis. Cuando sabes que te tienes que mover muy a menudo al final prescindes de lo innecesario y cada vez tienes un equipaje más ligero. Cuando éramos nómadas no teníamos posesiones individuales, todo pertenecía al colectivo y se usaba para ese mismo bien. Al volvernos sedentarios empezaron a surgir líneas de propiedad, habitáculos y herramientas que ya no eran de todos sino de cada uno. Esto conllevó poco a poco a que hubiera gente que tenía más que otra y empezaron a surgir las distinciones y los estratos sociales. Y ahí justo es donde caemos en nuestro tema, la Alta Cocina.Como concepto empieza y se desarrolla durante varios siglos cuando hay unas élites que pueden y deciden comer diferente. Se conecta con lujo y exclusividad, con lo escaso o lo difícil de conseguir, con lo complejo. Surgen primero jefes de la tribu, luego sacerdotes y luego reyes que empiezan a comer de maneras distintas, bien por ligarse a creencias religiosas o a la propia estructura social. Nacen civilizaciones cada vez más grandes y surgen los primeros cocineros que se dedicarán a satisfacer las necesidades de esa parte más selecta y privilegiada del colectivo, la que está arriba de todo y no en vano referimos como alta sociedad. Se crean rutas comerciales y se consolidará un mercado más desarrollado por todo el mundo que a su vez hará de enzima para que nazcan progresivamente en el tiempo tabernas, fondas, posadas donde la gente podrá comer fuera de su hogar, aunque siempre comiendo lo que uno podría comer en su casa.
Y aquí paro, pues tenemos ya una primera definición. Alta Cocina será, entonces, la «otra» cocina», la excepcional frente a la habitual, la que reafirma y ahonda en el imaginario y ¿valores? de quienes están arriba. Será la que no todos se pueden permitir y la que parte, en consecuencia, de ingredientes exclusivos, preparaciones difíciles de preparar además de protocolos refinados de sentarse a la mesa y evidenciar el estatus al que se pertenece.
Se trata pues, de una cocina privilegio y será así por mucho tiempo.