El frenesí que experimentan las colmenas al arranque de la primavera es un fenómeno increíble que, si sabes interpretar, anticipa muchas cosas en cuanto a la lectura del medio. Su población aumenta exponencialmente, la reina no para ni un segundo, tampoco las nodrizas, abejas jóvenes que aún no están preparadas para volar y cuidan a las que están por nacer. Mucho menos descansan las pecoreadoras, obreras más adultas y experimentadas que se encargan de salir en busca de néctar y polen.
Cada unidad de vida en la colmena tiene ganas y eso se puede oír, sentir y ver.
Estoy en la sierra noroeste de Madrid y, pese al desmoralizante estado del campo ante esta lánguida primavera de 2023, el tráfico en la piquera (la entrada a la colmena) es puro jaleo. Me maravilla sentarme al lado de una y ver que, aunque tras mi espalda hay un monte que hace tiempo se agostó, las abejas siguen trayendo polen.
— ¿De dónde traéis esas bolitas blancas?— les pregunto en silencio mientras me asomo a la puerta de su casa — ¿Habéis tenido que ir muy lejos? ¿Qué florecillas andáis visitando si ya casi no queda una en pie?
Por esa repisa de escasos centímetros desfila parte de mil y una flores que quizá no alcance a ver en el paseo rutinario pero que sé que están ahí, en cimas, pastos y laderas, gracias a las abejas.
El trabajo que estos insectos hacen en el campo es, en mayor o menor medida, visible por todxs a poco que tengamos, por ejemplo, almendros o tréboles cerca. Pero “a caja cerrada”, ocurren también multitud de acontecimientos complejos y uno de ellos es la fermentación. Sí, las abejas también fermentan, ellas también hacen su propio “pan”.
El pan de abeja constituye la base de la alimentación de las crías. Este hecho nos hermana con ellas, tan pequeñas, tan perfectas, eficientes e impetuosas. Especies diametralmente distintas compartiendo base alimenticia, nada más y nada menos.
Este pan, como el nuestro una vez más, es un trabajo en el que intervienen varias manos, en este caso varias patas.
Esta cadena de labores empieza sobre la propia flor, donde las abejas pecoreadoras recolectan su “harina”, que es el polen; y lo transforman humedeciéndolo con néctar de su buche melario para formar una bolita transportable y, de paso, inoculando enzimas nativas de su propio organismo.
Una vez dentro de la colmena, una abeja más joven se encargará de ensilar ese polen en una celdilla cerca de donde nacerán las crías y lo sellará con néctar y miel para que allí dentro se produzca una fermentación anaeróbica (sin oxígeno).
Sobre las flores no sólo caen delicadamente las golosas abejas, los rayos de sol o el fresco rocío de la mañana.También están expuestas a polvo, contaminación ambiental y agrotóxicos varios, por lo que esta fermentación es fundamental para destruir gran parte de la actividad microbiana perjudicial (1).
Este ensilado en varias capas aumenta hasta seis veces la presencia de bacterias acidolácticas que, además de limpiar, hacen que todos los minerales, vitaminas, aminoácidos, etc. presentes sean más biodisponibles tanto para ellas como para nosotros.
Analizar con detenimiento el pan de abeja es muy estimulante porque, en apenas cinco milímetros, se concentra una primavera entera: en las capas más profundas están los tonos cobrizos del polen de los prunos, después el amarillo anaranjado del laurel, más arriba el gris de las borrajas, luego el morado azulado de las viboreras y de nuevo mil amarillos anaranjados de vezas y jaras, menos intensos de tréboles y hiedras. Lo más “oculto”, lo más “micro” amplificando la mirada.
Decir que ni la tierra, ni un animal ni ningún ser humano producen “para nosotrxs” parece una obviedad pero no lo es. La apicultura es una ganadería peculiar por muchas razones, principalmente por la imposibilidad de contabilizar y monitorizar el ganado pero no se diferencia de las demás en cuanto a la necesidad y la responsabilidad de ser ética, sostenible y equilibrada en cuanto al trabajo y compromiso de animales y personas.
Entiendo la cosecha de la miel como un intercambio con las abejas en condiciones parecidas a las que ellas acuerdan con las flores cuando se llevan su néctar. A cambio de ayudarles a combatir a su principales enemigos, el ácaro varroa y la sequía, me quedo con unos cuantos cuadros de la miel que elaboran en un perfecto ejercicio de acumulación bajo los parámetros de abundancia y previsión.
Esta forma de entender y organizar la cosecha no se puede, al menos en esta zona, aplicar a todos los productos de la colmena ni mucho menos, por eso el polen y aún más el pan de abeja requieren de otras maneras. Digamos que es un pacto con otros términos porque las reservas de pan de abeja, a diferencia de las de miel, son pocas y nunca sobran.
Tras mucho buscar, no he encontrado literatura etnográfica sobre la extracción y los usos del pan de abeja más allá de alguna mención en manuales. Quiero pensar que es porque ese pacto ha quedado siempre entre las abejas y el apicultor o apicultora, relegado al espacio privado, a salvo de normas y exigencias comerciales.
Por eso creo que hay que darle a la extracción (o más bien sisa) y consumo de este pan la importancia y pompa que se merecen. Saber lo que es y lo que significa, paladear con gusto ese trocito de primavera fermentada, ácida, limpia y cítrica; y aprovechar bien esa energía de colmena y campo que nos conecta a las dos especies.
Apenas arrancan las primeras floraciones y empiezan como locas a meter polen en la colmena, yo me sumo a su zumbar con una mantequilla de pan de abeja que preparo únicamente una vez al año. Así, encaramos juntas y con la misma fuerza la temporada. Todxs comemos pan, por algo será.