Algo pasa si sueñas con la llegada del verano para zamparte unas sardinas a la parrilla o llenarte la boca con unos buenos tomates “del País”.
…vale, vale… exageré…
…quise decir que algo pasa cuando te ves soñando con la llegada del verano para lanzarte al mar y achicharrante bajo el sol, que en ciudades como las que habito —ergo, Donosti—, sale cuando le da la gana (y no cuando tú quieres); y cuando cuentas los minutos para por fin comer docenas de sardinas a la parrilla o decenas de ensaladas de tomates risueños, sabrosos y desbordantes como los que se explayan durante estas fechas del calendario.
De niña, si me decían que venía mi fiesta de cumpleaños el estómago se me alborotaba de la emoción y no precisamente porque me ofrecieran tomates de regalo, sino porque podría jugar a la gallinita ciega, a ponerle la cola al burro o al escondite con mis amigos, además de saltar en un colchón de aire (o colchón hinchable, según le dicen en España) como si no hubiera mañana. Ni hablar de la piñata ni de lo excitante que era reventarla a palos hasta que soltara lo que había en sus vísceras por los aires, para entonces lanzarnos como bestias desaforadas al piso a recoger caramelos, sin importar los empeños de las mamás que, haciendo trampa, te venían con la cantaleta de que si les dabas un poco de lo tuyo, el “niño jesús” te traería más regalos en diciembre —síclaro. La torta, a menos que fuera de chocolate, me interesaría menos que la “sorpresita”, como llamábamos al paquetico cargado de boberías que nos daban a los niños para que calabaza, calabaza, cada uno pa´ su casa.
Cumplir años, a esta edad, es salivar con una buena comida; con la fantasía de que alguien envuelva en papel de regalo la olla le Creuset que llevas rato viendo en internet con la esperanza de que algún día amanezca en descuento; o que te den, amarrado en un lazo, el santoku japonés que le vienes suplicando a San Antonio —a quien por cierto dejé de pedirle novios ideales desde hace rato para negociar con él otro tipo de imposibles.
Así pues, si en lugar de envidiarle a tus amigas su nuevo trabajo o las vacaciones; si en lugar de fijarte en cómo van vestidas para copiarles el look a sabiendas de que a ti nunca te quedará igual de cool. Si preguntas dónde compraron ese wok (wow ¿y ese jarrón?). Si te ves volteando maniáticamente la pieza de cerámica donde te sirvieron algo para picar o, yendo más allá, si pides la receta de los garbanzos con leche de coco que probaste el otro día… malas noticias: estás mayor, nada mejor que asumirlo y disfrutarlo —y ojo, que hablar de hipotecas o pañales es otra cosa. Si me dejan, usaré esta columna para hincarle el diente a historias que nacen en nuestras tripas y que conectan con esa especie de modern fucking food love que de repente nos cambia la piel.
Y aquí una primera confesión: para terminar de escribir esto rápido, me he puesto delante un tomate rechoncho con el ombligo hacia arriba, confiando en que el antojo me ayudará a encontrar las letras para este texto antes que sus semillas. Lo veo sudar allí, en medio de mi mesa, aprovechando que lo tengo cerca para hacerse el interesante con sus voluptuosas curvas carmesí. Les juro que suena en mi reproductor de música Closer, de Corinne Bailey Rae —el algoritmo de spotify me espía, fijo.
Pero volvamos al tomate. Me guiña un ojo y me pregunta antes de mi: ¿quién? Durante años, no era capaz ni de probarlo, a menos de que me lo dieran triturado en salsa sobre alguna pasta. En Venezuela, el que veía siempre era el perita y hasta donde sé, se reproduce ininterrumpidamente sobre esas latitudes, aunque sin tanta expresividad. Mención aparte merece, no obstante, el tomate de árbol cuyo jugo de vez en cuando me calmaba la sed.
En general me producía hasta asco y apenas ahora comprendo que, después de los tres años de edad, los niños le arrugan la cara a la comida que hasta entonces no consigue gustarles demasiado: a menos que de adultos generen segundas oportunidades donde resignificar experiencias (o al menos intentarlo), muchos gustos y disgustos se quedan tallados sobre piedra. En otras palabras: más vale un tatequieto a tiempo, que una vida condicionada por un paladar corto y plano.
En el País Vasco, por suerte, eso que en principio nada que ver conmigo, me jaló las orejas en medio de una ensalada. Desde la fortuna que ha supuesto tejer amistades con personas inspiradoras e insólitas como la cocinera Leire Etxaide, no pude sino probarlo, desarmada frente al cariño con el que ella me proponía comerlo fresco.
—¿Tomate y yastá? si no trae nada más no puedes llamarle ensalada, ¿o sí? —pregunté con la fuerza hueca que te da volverte la mujer más tonta del universo.
—Come y calla, mujer —respondió ella zanjando el asunto y yo, claramente, amén.
La atiborré de preguntas: Esto tan espectacular ¿qué es exactamente? ¿Yo qué he estado comiendo toda la vida entonces? Este tomate no es el mismo que el de allá ni de coña, ¿no?
Con santa paciencia, no solo me apaciguó, sino que desterró de mi cabeza la idea absurda, utópica e insostenible de creer que lo normal es que se dé “todo a la vez y en todas partes”, como solo pasa en películas de ciencia ficción como la de Ke Huy Quan.
—Ni tiene sentido pedir aguacate en cualquier lado, ni que las uvas sin semillas se asuman como mejores, ni que tú, que trabajas en gastronomía, no sepas estas cosas — dijo y calabaza calabaza… cada una pa´su casa.
Han pasado años de aquello y hablar con Leire hoy sobre el tomate trae consigo reflexiones que poco tienen que ver con zanjar si éste finalmente es fruta o verdura, como tanto le preocupa a Ferrán Adrià. Comenzar con su proyecto personal Amuntza, en Hondarribi, la ha sensibilizado todavía más, de cara a los efectos que tienen los reclamos desbordantes de los consumidores que somos sobre un territorio como el suyo, donde el tomate, si bien constituye una fuente primordial de ingresos para los pequeños agricultores agroecológicos como ella, es también el resultado de un ejercicio extenuante. Recordemos: el tomate no es originalmente “de aquí”, sino de allí donde los aztecas le llamaban xictomatl al “fruto con ombligo” que Hernán Cortés no dudó en llevarse con él a Europa, aunque comenzara usándose apenas como ornamento. Por su parecido con la manzana y por su color originalmente amarillo, no obstante, los italianos bautizaron tiempo después como pomodoro. Enraizarlos a esta geografía, le exige bastante a los suelos donde ahora crece, y que no necesariamente se adaptan a lo que estas variedades requieren a nivel de riego, nutrientes o cuidados. Pisar tierra, en ese sentido, es constatar la tensión que supone para tantos agricultores salvaguardar a sus tomateras de plagas y enfermedades, en medio de un clima que se transforma con rabia a sabiendas, por ejemplo, de que menores precipitaciones o limitaciones de agua afectan las raíces de la tomatera, condicionando su capacidad para absorber el calcio que demanda su fruto —y juro de nuevo que dejaré de quejarme, como india caribe que soy, de la lluvia en el País Vasco.
…es que no saben como antes, dicen por ahí los del todo-pasado-fue-mejor. ¿Cómo serían estos realmente? En Papeles de Cocina, el investigador español J.M. Mulet respondió a estas cuestiones: “Creo que ya Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso porque la manzana era en realidad un tomate que no sabía a tomate”. Autor del blog Tomates y Genes, y quien constantemente reitera que hay más tecnología en un tomate que en un iPhone, añadió: “Hay variedades de tomates nuevas, que no existían hace veinte años, como los kumato o los raf o el tomate rosa… ¿Quién conocía el tomate rosa hace cuarenta años? ¿Y el tomate mar azul? Se están sacando nuevas variedades, con sabores que antes ni siquiera se conocían… Independientemente de la variedad (hay algunas que tienen mejor sabor que otras), si el tomate está madurado en mata y no en cámara y recogido en el punto justo de maduración, habrá desarrollado mejor los aromas y estará más rico. Pero hoy hay tomate fuera de temporada en cualquier supermercado e incluso en las tiendas de productos ecológicos”.
Efectivamente, los hay en cualquier supermercado que se respete. Pero claro, no es lo mismo tomahto que tomato: bien distinto es eso que aparece contados meses del año, que con suerte no te cabe en la palma de la mano y que estornuda afligido bajo el frío de las neveras (prueben encompichar tomates con manzanas en alguna despensa y verán como maduran de lo lindo): al rebanar asoma múltiples matices y tramas intrigantes (a veces hasta me pregunto si las redes neuronales se verán como el interior de estos tomates), al morder te roba las palabras con su textura y al pagar por kilo te da pistas adicionales con su precio de que se trata de algo excepcional, como sucede con variedades como el rosado de Aretxabaleta, cuyo nombre responde al municipio vasco del Alto Deba donde se cultiva en Euskadi y que dos veces seguidas ha ganado al Mejor Tomate de España en la Feria Nacional del Tomate Antiguo de Bezana (2021-2022) —whatever that means. También conocido como mozkorra (borracho), estuvo a punto de desaparecer y, sin embargo, gracias a empeños locales —atribuidos públicamente a personas como Koldo Zubizarreta— volvió a sembrarse por estos predios.
Qué caro se ha puesto el tomate, madre mía, ¿8 euros el kilo, no puede ser…? ¿Y así tan feo? ¿Pero, si en el supermercado está tan barato, ¿por qué este es tan caro? Levantar la oreja es recordar, a pie de calle, que las cosas nunca son tan sencillas como parecen. A cualquiera le gustaría asegurar bocados así de especiales, sin que costase demasiado dinero, ni esfuerzos ni limitaciones. Las nuevas tecnologías vienen contribuyendo notablemente con una mayor disponibilidad y en sitios inimaginables, no en vano, hasta la NASA en su plan de colonización del planeta rojo ensaya, en la Estación Espacial Internacional, procesos para asegurar el acceso a este alimento en el espacio, promoviendo iniciativas como Tomatosphere.
Me pregunto, en cualquier caso, si esos tomates extraterrestres serán capaces enamorar en Marte igual que en la Tierra, donde en breve me abalanzaré sobre el voluptuoso y carnoso y jugoso y apetitoso y delicioso y hasta escandaloso corazón carmesí que tengo delante, para picarlo en dos, rociarlo con un poco de aceite de oliva, sal de Añana y yastá: si el amor te espera entre dientes, ni de vaina lo dejes para mañana.