Recuerdo de forma vaga mis minúsculos pies hundidos en los surcos de la huerta. Esos pies siempre fueron desproporcionadamente pequeños en relación al resto del cuerpo. Más aún en una niñez que se dibuja como una nebulosa en mi cabeza. Cada verano la rutina era la misma levantarnos temprano, desayunar pausada y abundantemente unos bizcochos de soletilla —tan secos como los campos sin regadío. Bajar al garaje, abrir las enormes puertas de la vieja furgoneta que gruñía al mínimo atisbo de actividad; y echar a rodar.
Tenía apenas seis años: sin idea, por su puesto, de lo que para otros podría suponer planear un “gran verano”. La realidad para lxs niñxs de provincia pequeña, como yo, nada tenía que ver con planes extraorinarios, viajes al extranjero o cruceros por el Mediterréneo, sino con lo cotidiano, con precisamente no tener mayores planes. Y no tener plan me gustaba.
En el campo, los bautismos son de tierra sobre las manos y el mío tardó en llegar tanto como la aproximación al peligro de sostener un cuchillo de cocina entre mis dedos. En el instinto de protección de lxs abuelxs, rascar la tierra removía los fantasmas del futuro que no pudieron construirse desde el pueblo. Para lxs hijxs del campo, haber nacido en la ciudad nos otorgaba la certidumbre de que aquellos veranos serían el atisbo de libertad que buscábamos con jardines del extrarradio.
No era capaz todavía de comprender que la libertad, se conseguía ejerciéndola.
Si Clara Campoamor tardó una juventud en armar esa frase, yo aún me encontraba lejos de apreciar que, entre aquellos surcos mojados y mis pies sumergidos, se armaba la revolución silenciosa de una vida apegada a ese legado.
Cada nuevo verano, el campo componía la melodía continuista del anterior: estíos pasajeros en espera de la confirmación laboral que todos queríamos alcanzar. Todo de golpe. Los cuchillos, las azadas, los surcos. En ese entorno la realidad asalta en la lectura de libros ilustrados. De la suela de mis botas impermeables, el barro pasó a mis manos. Y así comenzaron las lecciones más valiosas que jamás encontraría el colegio.
Aquella semilla salvaje germinaría en inquietudes gastronómicas de brotación tardía. Con la ensoñación de mis libros, cada viaje al pueblo agitaba un carácter inexplorado. Mis ojos de campo activaban la idolatría a una vida a la que mis abuelos no quisieron renunciar. El olor a sarmientos quemados. A tortilla en proceso. A torreznos. En apenas dos meses al año las emociones rurales se gestaban para hibernar durante el frío.
Mancharme las manos, cortarme los dedos y agrietarme la piel eran peajes que muchas tardes me costaba doblegar. Tanto, que hubo momentos en los que la pesadumbre de limpiar el suelo de la viña familiar generaba ciertas dosis de rechazo a mi entorno natal.
Hijo, algún día dejarán de doler.
Cuando mi abuelo pronunció aquellas palabras contundentes quizás no fue consciente del peso que tendrían sobre mí.
La barrera se abrió ante las quejas de un niño poco acostumbrado a los dolores, mientras la belleza cautivadora de cultivar(nos) lo que comíamos transmutó a un apego tan fuerte como las raíces de vides de generaciones atrás.
Si no hubiera sido por el irrefrenable ritmo de una sociedad consumista que obligaba a lxs niñxs a emigrar con los abuelos el verano mientras sus padres trabajaban en la ciudad, quizás me habría perdido la historia de identidad más inspiradora que jamás conocí.
Si no fuera por lxs protectorxs del pueblo, la ciudad jamás habría existido. Cuando la dinámica poblacional se invirtió en el siglo XIII las consecuencias salubres fueron desastrosas. Ante mí tenía a la última generación de mi familia apegada al entorno donde nació. Más allá del refugio estival para urbanitas, el espacio rural sigue soportando la demanda productiva de una sociedad que no se para a observar el cuajado desigual de las vides al beber vinos de moda. Que se maravilla con olor de tomates impregnados de menos gramos de CO2 que el supermercado de barrio. La lección del verano que las manos dejaron de doler fue que en el campo los tiempos son distintos y el despertador es el sol.
En el pellizco de mi rutina se gestó la gastronomía en la que creo. En el corte aéreo de las manos de mi abuela preparando ensaladas. De mi abuelo acariciando maderas. De migas de pan a los pájaros del patio. De los nízcalos dormidos bajo abrigos de tamuja. De uvas languideciendo ante el frío de los inviernos que antaño asolaban desde octubre. De cenas regladas por la huerta, por sus antojos, por lo que al sol le apetecía madurar cada jornada. De moras recolectadas a finales de verano. De nueces verdes, mi primer shock textural. De las palmas sucias, verdes, magulladas al dormir.
El sentimiento del campo ahora debería ser de esperanza. Por las historias de tantos jóvenes que regresan a nuestra provincia, de intenciones claras. De comunidades que prosperan en cada pueblo con las correspondientes economías circulares que crean. Las modas son pasajeras pero las intenciones de estas personas, sinceras. La responsabilidad del discurso actualmente recae en lxs transmisorxs de una voz que durante mucho tiempo ha sido acallada. Voces como la de Justi o Elvira, capaces de tejer las mimbres durante días con la paciencia que les ha otorgado comprender que los ritmos agitados no son buenos. Ellxs pusieron la azada y el cuchillo en mis manos. La semilla en la mente.
Mancharse las manos debería ser un bautismo generacional como una irreverencia a la uniformidad.
María Sánchez recogió palabras en su almáciga, esas que viven en la sombra de quien no pregunta. Para presentarnos en este magazine consciente y comprometido quería cerrar páginas y abrir mi propia almáciga. La que me motivó a escribir y vivir entre alimentos. A cocinar mi entorno. A beberlo. A cuidarlo. Al abrazo del pasado familiar, apretando entre los brazos un legado imperecedero. Achorchar: como mi abuela diría, abrazar a alguien hasta hacerle pequeñitx entre muestras de afecto.