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Lo que pasa en la cocina se queda en la cocina

Detrás de cualquier croqueta hay más que bechamel: el trabajo invisible de mujeres en todas partes sigue siendo el mayor patrimonio vivo

Fotografía: Claudia Polo

Lo que pasa en la cocina se queda en la cocina. Es ahí donde se mantiene el olor de la comida de ayer. Donde descansan las alubias por la noche y se comen al día siguiente. Lo que entra en la cocina no vuelve a salir. Ahí se cuentan los secretos más secretos, se llora en silencio fregando los platos. 

En esa habitación de la casa, la más caliente, la que más brilla, están guardadas todas las maneras de preparar carne guisada, de hacer torta de harina, o de limpiar un manojo de cardo. Una vez alguien dijo cómo hacer todas esas cosas al techo amarillo de una cocina. Las cosas que se saben de la cocina se quedan ahí donde las suelta alguien, porque se murmuran de miaja en miaja, de puñau en puñau. 

En la cocina el aire pesa sobre los hombros de las mujeres. Pesa porque nadie más lo sujeta. Solo su espalda, toda curva de picar cebolla. Han pasado años, una ola, una segunda, otra tercera y estando en la cuarta todavía se oye, aunque sea a lo lejos, el ruido de todas esas ollas, cazuelas, espumaderas, pinzas, cucharones, mazos, pucheros, chocando. 

He visto a demasiadas mujeres sonreír, con esa amabilidad inherente de las que han mantenido calientes una casa y una familia, cuando les decían que sus croquetas eran las mejores de todas… Una comprende el peso de toda esa cacharrería a cuestas cuando tras el elogio le entran ganas de tirar el guiso por el desagüe, lanzar el paño al suelo y mandar a todos a la mierda. Se alaba con facilidad y dedicación la cremosidad de una bechamel y el sabor a jamón de una receta, sin noción de lo que realmente supone el trabajo de quienes amasan y fríen esos bocados. Lo invisible que resulta mantener con vida nuestro patrimonio cultural y gastronómico, cuidar de una sabiduría ancestral que nos da vida.

Y sin embargo, la cocina sigue siendo el sitio al que nos mandan cuando quieren recordarnos nuestra categoría inferior de mujer.

Ese espacio ha sido a la vez cárcel y guarida. Un espacio elegido para nosotras, que nos anclaba varias veces al día a la tarea de cuidar de otros. Una división de roles antigua recogió nuestro cuerpo gestante y lo desterró a la condición de invisibles. “La labor reproductora de la mujer no se limita a dar a luz, sino que engloba asimismo todas las actividades, denominadas normalmente tareas domésticas, es decir, cocinar […]”, (H. Moore). En cambio Mennell (1985) demuestra que, en las sociedades donde aparece una cocina diferenciada, el rol del cocinero –el chef– es masculino. 

Impuéstamente itrínseco a nuestra naturaleza social:  guisar, escobar, mantener la brasa encendida. Pero también lo hicimos nuestro, nos juntamos entre sus paredes, nos guarecimos aceptando un sino irremediable. Ahí pertenecíamos, como el olor a grasa rancia, tan incrustado en las baldosas frías como en nuestra piel. También ahí vecinas se convirtieron en hermanas, de una forma que solo puede nacer en la monotonía de una labor repetida. Limpiábamos cardo, cascábamos nueces, tejíamos mimbre…

Las manos de las otras, conversaciones sobre el frío, la cosecha, cascarrillos de sopas de ajo. 

 1. Moore, L. H. (1991), Antropología y feminismo, Madrid, Cátedra. 

2.  Mennell, S. (1985), All Manners of Food. Eating and Taste in England and France from the Middle Ages to the Present, Londres, Basil Blackwell.

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