Qué poner o qué no poner en una tostada es la primera decisión que tomo durante el día. Casi siempre el gesto es impulsivo, el cuerpo conoce de memoria el camino hacia el desayuno: abrir la alacena, darle a la tostadora, deslizar el cuchillo sobre la superficie del pan. La acción va antes que el pensamiento. El antojo es un impulso por el que pocos nos dejamos realmente llevar, pese a que nuestro espíritu y estómago vivirían más tranquilos.
En realidad, respecto a la sustancia que compone la tostada suelo ser bastante pragmática. Lo que hay en la nevera —y lo primero que pillen mis ojos al abrirla— es lo que acabará sobre el pan. Suele ser queso, algún encurtido o fermentado y aceite de oliva virgen extra. Otras veces tomate, sal y pimienta. El tiempo también es una variable que influye, cuando hay suficiente dos huevos revueltos con salsa picante son la opción ganadora.
Sin embargo, hay veces que el apetito recorre los caminos gustativos y olfativos del recuerdo y la decisión es tomada mucho antes de que tú lo imaginas.
Al fondo de esos cajones se despierta una idea que hace mucho tiempo que no paladeabas. Me gusta el contorno de esta palabra, porque parece que el sabor del recuerdo toma forma en la boca.
En ese momento sé lo que esperan mis papilas y esa sutil emoción me retrasa unos segundos. Me recreo en la idea de lo que está por venir.
Preparo sin dudar: pan recién tostado, aceite de oliva virgen extra, el de mi pueblo, y una cucharada colmada de azúcar. El olor que huelo coincide exactamente con el que mi cabeza conservaba. También los granitos de azúcar resuenan igual entre mis muelas. Mi sonrisa escarchada desvela inocencia y no sé si es la nostalgia, si mi memoria se ha desbordado o simplemente está riquísimo.
El desayuno molinero se da en cualquier casa ubicada en zona de olivos de forma espontánea, aunque no se le llame de esta manera. Si tienes buen aceite, pues se lo pones al pan. Yo soy de Aragón y no ha faltado nunca en mi casa una garrafa de aceite bueno. No es casualidad que en todos los colegios de la comunidad se reparta desayuno molinero el día de Andalucía. Pese a ser el aceite de oliva virgen extra un producto con carácter nacional y en todas las partes del territorio podamos encontrarlo, no se le puede llamar desayuno molinero si no se prepara con uno de prensa en frío, de alta calidad y de alguna almazara cercana.
La explicación es muy sencilla:
En temporada de aceituna, el trabajo en los antiguos molinos no cesaba y los trabajadores se distribuían en turnos. Se juntaban a comer los que acababan el turno de noche y los que llegaban a trabajaban por la mañana. Como es lógico el almuerzo se basaba en ingredientes que podían encontrarse en el entorno: aceite, pan, aceitunas, sal y azúcar, café de puchero. El aceite se cogía del propio molino, recién extraído de las alberquillas, del que goteaba de los capachos o se colaba por las rendijas. El pan seguramente se tostaba en las brasas del fuego utilizado para calentar el agua del molino. Habría días que algún trabajador traería chacinas de la zona o bacalao salado, en temporada se añadirían tomates, naranjas o algún que otro vegetal.
Imagino una de esas mañanas, de calor y sudor, de personas cansadas, de piel cetrina después de tanto sol, del color de los frutos que recogen. El momento de comunión alrededor de trigo y aceitunas. Un descanso, los primeros rayos de sol iluminando el campo, el sonido del molino incesante.
El desayuno molinero era desayuno, pero sobre todo era el momento en el que los jornaleros podían parar a compartir alimento, sentarse junto a sus hermanos, acompañarse, generar vínculos. Una pequeña fiesta diaria en la que aceituneros compartían pan y aceite, tertulia y apoyo.