“Un castaño dura siglos, tiene una vida extraña. Más que un árbol es una fuerza. Vive en los montes. Sus raíces se arrastran voraces, sus ramas tocan el cielo”
Guerra Junqueiro (1850-1923)
Suena el despertador, llueve fuera y aún queda casi una hora para que amanezca, así que nos quitamos de encima el edredón, preparamos café, freímos unos huevos y en lo que vamos desperezándonos la luz del día empieza a entrar por las ventanas que, en esta casa, un antiguo pajar pendiente de rehabilitación, son mínimas.
Estamos en una pequeña pedanía del Bierzo Oeste y hemos venido a hacer la “temporada” de la castaña. Es casi nuestra primera toma de contacto con esta tierra y, según van pasando los días, me doy cuenta de que hacerlo a través del castaño, el habitante más generoso de estos lares, tiene una carga simbólica importante.
Los vecinos nos advierten que es un año muy malo, la sequía ha terminado de arruinar la producción, casi no hay fruto y el que hay es muy pequeño, no merece la pena salir a apañar. Aun así, llenos de ilusión, intriga y pájaros en la cabeza, nos forramos de tela impermeable, cogemos nuestros megos y nos adentramos en el bosque. Llueve pero no hace frío y el agua no molesta para nada.
Llegamos al primer soto, alzamos nuestra mirada a las copas de nuestros castaños, nos distribuimos alrededor de su perímetro y doblamos por primera vez la espalda.
El castaño europeo (Castanea Sativa) lleva viviendo en el noroeste de España más de 40 mil años.
Primero alimentó a los Celtas y luego fueron los romanos quienes lo extendieron injertando diferentes variedades y ordenando su cultivo. Es en el noroeste donde más desarrollada la castañicultura, pero esta especie “semi doméstica” también se encuentra y se sigue “cultivando” en Málaga, Zamora, Salamanca, Ávila, Cáceres o Gerona.
Un árbol que además de configurar nuestro paisaje está muy arraigado en la cultura popular. Hubo un tiempo en el que todo giraba en torno a él y no solo por servir de alimento para personas y ganado. Del castaño salieron las vigas que vertebran las casas, los suelos de las mismas (construcciones que aún están en pie precisamente por la calidad de la madera), las lumbres para cocinar y calentarse, las camas y las cunas, las puertas que protegen el hogar, los aperos de labranza, los instrumentos musicales… Ahora bosques abandonados al asalvajamiento cubren como parches el paisaje de nuestros montes. Si el castaño lo fue todo y, a día de hoy, la castaña se considera un fruto casi de lujo: ¿qué ha hecho que abandonemos esa especie que ha dado sombra a tantos pueblos?
En la actualidad, El Bierzo cuenta con 19.298,95 hectáreas, de las cuales aproximadamente la mitad, todavía mantiene cierto nivel de cultivo. El resto de la superficie de castaños se encuentra abandonada o semiabandonada. Primero fue la tinta, una enfermedad que entró a Europa por Turquía y que en los años cuarenta del S.XX asoló más de la mitad de los sotos del norte peninsular. Mientras otros cultivos más rentables como la patata o el maíz ganaban terreno a los sotos, llegó el abandono consecuencia del éxodo rural y del no relevo generacional… A la fiesta se han sumado recientemente la avispilla, el chancro y los incendios. Pero el castaño aquí sigue.
Avanzamos en nuestra tarea, sorprendidos de lo que es “un mal año”, pues el suelo está cuajado de castañas y cuesta parar de recoger, es una actividad que engancha. Además, felices comprobamos que el castaño provee a hambrientos de toda índole: humanos, golosos jabalíes, rápidos roedores, hongos que crecen y hacen familia dentro de los erizos… aquí hay para todos.
Si aún así, con todos sus problemas, con toda la falta de cuidados, el castaño sigue alimentando, ¿cómo sería cuando las familias vivían de esto, cuando había buenas cosechas “de verdad”?
El vicio de llenar cestas hace que las horas se pasen como si nada y llega el momento de la pausa para comer. En este rato no paramos de hablar de castañas, del recuerdo que cada uno tiene asociado a ellas y de las mil y una formas en que estos días nos las vamos a preparar.
Mi primer recuerdo de las castañas empieza en la nariz. Su olor cuando se asan me lleva directamente a la infancia, a la Navidad, a ir forrada de ropa cuando era pequeña, con la cara fría y dificultades para ver por encima de la bufanda. Así son los productos de temporada, te conectan con momentos y lugares concretos, con tradiciones. De una manera u otra, la castaña nos sitúa a todas las personas en un lugar común de la memoria.
Es tiempo de magostos (la fiesta tradicional donde se celebra la cosecha, el cambio de ciclo y se asan muchas muchas castañas) y en la comarca comenzamos a ver en las cartas de los restaurantes muchos platos elaborados con este fruto y mucha “tapa” de castañas asadas en las barras de los bares.
Pepe, un vecino del pueblo, nos acercó ayer a casa una especie de bollo de harina de castañas, patata, huevos y mantequilla que, junto con su calurosa charla, nos arregló la tarde noche. Según decía, su “pan” es famoso entre los vecinos y siempre que hace uno lo reparte.
La castaña, por su composición nutricional, está más cerca de los cereales que de los frutos secos y su transformación en harina para después elaborar pan es bien conocida, no por nada el castaño es también conocido como “el árbol del pan”.
Pienso en lo mucho que ha debido padecer el castaño a lo largo de los milenios y quiero creer que seguirá resistiendo todo… todo menos el abandono.
Este árbol ha formado parte de nuestra historia, tejiendo una relación de cuidado mutuo con familias campesinas y habitantes del campo. Nuestro deber es seguir cuidándolo. Atender los sotos para salvarlos, equilibrar lo que recibimos con lo que damos, todo pasará por ahí.
Es una realidad que el castaño ya no es un “bien de uso” y, en mi opinión, habría que evitar clasificarlo como “bien de mercado”, pues ya sabemos el maltrato que conlleva eso: someterlo a las diámicas del abuso, la desvalorización o la especulación entre otras lindezas de este nuestro sistema capitalista. El castaño es patrimonio natural, histórico y cultural y es urgente que activemos esa perspectiva para hacer real y eficaz su protección. Así, con suerte y mucho trabajo, volveremos a ver los sotos limpios y espléndidos, produciendo abundancia, fijando población al territorio y nutriéndonos de todas las formas posibles.