Con las alcachofas pasa un poco como con las palabras. Los puritanos adeptos a sus cuatro sílabas las cocinan al vapor con un chorrito de aceite picual. Otros las prefieren sin sal por su condición de término llano. Hay quien las saltea con jamón, arriesgando una sobrecarga de símbolos exclamativos que acaban saturando su figura. Los más exquisitos buscan diéresis de foie gras, dotando a sus elaboraciones de un sentido más estético y jugoso. Algunos, pobres, no les prestan atención y tan rápido las descuidan que las acaban oxidando.
Y sucede que no hay nada peor para la lengua que una palabra oxidada.
A mí me fascinan sus capas. Superpuestas como un hojaldre natural se compactan en un abrazo de clorofila en torno a un corazón tan tierno como un librillo de dictados. Admiro su coraza, la complejidad de sus hojas puede estremecer a cualquiera que las mire como se debe mirar a una alcachofa. Siempre es doloroso limpiarlas y ver como caen sus paréntesis verdes al fondo de la pica bajo un chorro de agua fría. Es un poco como la literatura, la belleza de una historia suele esconderse en la fina línea entre la armadura y el corazón.
Los precavidos las capturan en botes de cristal, en una especie de formol que ejerce de archivador y que llaman diccionario. Con el paso del tiempo, si no se utilizan pierden color y estructura, pero cuando llega la ocasión se desconservan para recordarnos la fuerza de los sustantivos. Las he disfrutado pochadas, confitadas, fritas, salteadas, horneadas, a la brasa; incluso tartamudas tras pasarlas por una mandolina. No puedo evitarlo, me encanta recrearme en ellas. Me gusta escucharlas en el mercado, en diálogos familiares, entre desconocidos que encerrados en una bolsa de cartón acaban en la mesa de un domingo soleado. Se me suelen antojar bien acompañadas, embadurnadas en yema de huevo, adjetivos y pronombres. Ocurre con las alcachofas, como con casi toda la comida, que se disfrutan mejor cuando se convierten en verbo y se conjugan entre comensales de buen comer sin pelos en la lengua. Yo las corto con delicadeza y las muerdo tantas veces como letras tiene su vocablo. Lo hago con alevosía, sin dejarles opción de batirse en duelo contra mi cuchillo y tenedor. Las miro con fijación y me estremezco ante la idea de un mundo sin ellas, tan sórdido y aburrido. Tan gris y tan insípido que no puedo evitar reivindicar su recetario cada vez que las saboreo. Porque con las palabras pasa un poco como con las alcachofas, humildes y alegres advierten de que la vida, más que entre imperativos y puntos finales, se debe masticar entre subjuntivos y puntos suspensivos.