Leyendo el libro Postmodern Winemaking, me vi reflexionando sobre algo fundamental: el factor humano como piedra angular del concepto terroir. Su autor, Clark Smith, quien dejó el MIT para “repensar la ciencia de un oficio antiguo”, remarca en sus páginas cómo, contrario a lo que pregona la corriente del “vino natural”, no hay realmente una elaboración “sin intervención”.
Cuando alguien siquiera piensa en producir algo en un territorio concreto, ya hay cabezas por detrás participando. Incluso cuando se busca intervenir lo mínimo para conseguir una expresión lo más auténtica, hay pulsiones de carne y hueso por detrás. Y pasa incluso cuando se trata apenas de vigilar procesos: esta implicación es necesaria para prevenir defectos como los que luego oscurecen el sentido del lugar que se intenta servir sobre una copa.
La anticipación, en ese sentido, es clave para asegurar matices propios de cada terruño. Para ello, los enólogos deben trabajar muy duro, pues demanda una observación obsesiva y una inteligencia tan afilada como para ser capaces de tornarse invisibles y no entrometerse. El valor que aporta lo humano es esencial, aunque la precaución con la que se haga es clave para no interferir en las lógicas intrínsecas que de por sí siguen las uvas en su transformación hasta el final del camino.
La ciencia y la tecnología brindan herramientas útiles en la búsqueda de la autenticidad de un vino, pero son ideales si se mantienen al servicio del arte y del placer humano. ¿Dónde marcamos, entonces, la frontera? ¿Donde trazamos la línea que separa lo que sí merece ser intervenido de lo que no? ¿Es el factor humano el que más influye en la elaboración de un vino? ¿Es éste bueno siempre?
Son las personas quienes toman las distintas decisiones que se concatenan a lo largo y ancho de la elaboración de un vino. Y como tal, pueden acertar o equivocarse. Allí la clave del éxito que promulgan, en la actualidad, muchos defensores del terruño, para quienes no hay creencia más irrefutable o apasionante que ésta.
Quienes palpitan por detrás de cada proceso constituyen la base trasversal de todo, no solo a la hora de elaborar sino de entender el entorno, y aquí es donde creo que el factor humano alcanza su máxima expresión, en la capacidad para comprender a fondo un paisaje, las voluntades humanas que alberga y la tradición que gira a su alrededor.
Descorchar una botella supone adentrarnos en ese conjunto dinámico. Por eso, respetar el terruño significa entenderlo con la sensibilidad suficiente como para compartirlo fielmente, en conexión con una sabiduría transmitida entre generaciones que es necesaria para reflejar el presente y honrar el pasado, reconociendo al ser humano como un elemento más de la naturaleza.
En ese sentido, el uso de herramientas modernas en la elaboración de los vinos posmodernos no significa necesariamente que se pierda la tradición. Al contrario, la ciencia acaba al servicio del arte, con el objetivo final de proporcionar placer, y de repente escucho en mi mente a The Temptations y su tema Soul to soul.
«El viticultor no es el creador del terruño sino su intérprete y su cuidador, un artista que lo modela”, se empeña en destacar normalmente el maestro Juancho Asenjo. Y esto me lleva a imaginar al enólogo como a un músico que presta atención hasta a los más mínimos detalles de su interpretación, buscando que los matices de su territorio resuenen en el pecho de quienes beban de su obra en el futuro.
No en vano, el vino viene siendo considerado últimamente como música líquida, pues exhibe armonía o discordancia, porque colectivamente aprendemos cuando disfrutamos de una copa y nos transportamos con ella hasta lo más hondo de nosotros, igual que nos sucede cuando tenemos la suerte de que una canción nos lleve hasta muy dentro de nuestra piel.
El vino es un compromiso geográfico, es un acto de lealtad a su origen y su verdadero espíritu radica en la conexión que establece tanto con su terruño como con su historia, pero, sobre todo, con el sentir humano que da vida a cada sorbo.